(Programa emitido en CanalUNED 25-02-2011)
Los totalitarismos o regímenes totalitarios se diferencian
de otros regímenes autocráticos por la presencia de un único partido político
que permea todas las instituciones del Estado.
por José Luis Muñoz de Baena, Profesor Titular Filosofía del Derecho UNED
Este aspecto los singulariza frente a la noción teórica de poder absoluto propio de las monarquías del Antiguo Régimen, pues el totalitarismo no es simplemente una forma de gobierno, sino que va mucho más allá: se trata de una manera de organizar el Estado caracterizada por la falta de reconocimiento de la libertad individual, debido a que su ideología supone la inexistencia y consecuente negación de la persona como una instancia anterior al Estado.
Características de los totalitarismos.
El filósofo y sociólogo Raymond Aron, en su obra Democracia y totalitarismo, distingue cinco caracteres que definen al totalitarismo:
1) Un partido único que posee el monopolio de la actividad política legítima,
2) armado de una ideología que le confiere una autoridad absoluta, y que
3) se reserva el monopolio de los medios de persuasión y coacción, procurando la eliminación de la disidencia u oposición,
4) justificando su actuación mediante una doctrinal global que se manifiesta en la politización de todas las esferas de actuación, desde el control económico hasta la intimidad familiar o religiosa, e incluso el uso del lenguaje.
Pero nada de esto se entiende
bien si no se acepta previamente el componente utópico del totalitarismo: su
pretensión de construir una sociedad y un mundo nuevos desde el poder. Todas
las utopías, desde Platón hasta Marx, pasando por Moro, Campanella, Bacon,
Fourier, Owen, Saint-Simon, Proudhon, escondían, aún sin pretenderlo, la
semilla del totalitarismo. Y su condición de posibilidad era el desencanto con
la realidad política de su tiempo. Pero actualmente también es el progreso de
las ciencias y la técnica, la tecnocracia, lo que ha dado lugar al mayor número
de utopías totalitarias, favoreciendo igualmente la aparición del elemento
subversivo que las acompaña.
El totalitarismo se contrapone, pues, a la democracia. Pero hay aquí una paradoja: la forma democrática más radical, más opuesta al liberalismo, es totalitaria. Este modelo arranca con Rousseau, que, lejos de separar el Estado y la sociedad civil –como había hecho John Locke–, constituye la voluntad general a partir de una unión casi mística de las voluntades individuales, que pone toda la vida social y política en manos del poder, cuya voluntad define lo lógico, justo, bueno y bello, sin sujeción alguna a un orden previo. Por eso, el totalitarismo es pródigo en paradojas, que ponen en evidencia los límites del discurso y sus abusos, que sólo sostiene un fuerte sistema represivo. Los totalitarismos suelen ser eminentemente visuales, en virtud de la univocidad que se presupone a las imágenes. Por el contrario, las palabras son complejas, interpretables, peligrosas. Por eso, los totalitarismos convierten las palabras y los sus discursos en instrumentos de un culto cuya administración conviene reservar a los exegetas oficiales de la verdad, del mismo modo que el Magisterio eclesiástico se ha reservado siempre la lectura de sus textos sagrados. Y en este sentido, por ejemplo, la película Fahrenheit 451 nos presenta uno de los argumentos más extremos.
Infiltraciones
totalitarias en un Estado de derecho.El totalitarismo se contrapone, pues, a la democracia. Pero hay aquí una paradoja: la forma democrática más radical, más opuesta al liberalismo, es totalitaria. Este modelo arranca con Rousseau, que, lejos de separar el Estado y la sociedad civil –como había hecho John Locke–, constituye la voluntad general a partir de una unión casi mística de las voluntades individuales, que pone toda la vida social y política en manos del poder, cuya voluntad define lo lógico, justo, bueno y bello, sin sujeción alguna a un orden previo. Por eso, el totalitarismo es pródigo en paradojas, que ponen en evidencia los límites del discurso y sus abusos, que sólo sostiene un fuerte sistema represivo. Los totalitarismos suelen ser eminentemente visuales, en virtud de la univocidad que se presupone a las imágenes. Por el contrario, las palabras son complejas, interpretables, peligrosas. Por eso, los totalitarismos convierten las palabras y los sus discursos en instrumentos de un culto cuya administración conviene reservar a los exegetas oficiales de la verdad, del mismo modo que el Magisterio eclesiástico se ha reservado siempre la lectura de sus textos sagrados. Y en este sentido, por ejemplo, la película Fahrenheit 451 nos presenta uno de los argumentos más extremos.
Aunque nos hayamos referido a los Estados totalitarios, las
cloacas de muchos –sino todos– los Estados democráticos están llenos de esas
pequeñas distopías, espacios de alegalidad que aseguran al poder un comportamiento
libre de toda regla. En La naranja
mecánica (Stanley Kubrick, 1971), el despliegue de prácticas totalitarias
sucede en un Estado aparentemente normal, dado que este férreo control se
ejerce sobre parte de la población carcelaria y no sobre la totalidad del
cuerpo social.
El trato que se le ofrece al protagonista parece más que ventajoso, respetuoso con sus derechos: una terapia aversiva hacia la violencia, de tipo conductista, a cambio de la condonación de su pena, con el objetivo de anular la individualidad y sus impulsos.Pero existen otros modos de reducir a escala tecnológica el problema de la culpabilidad, de lograr el viejo sueño positivista de eliminar el prejuicio y la incertidumbre en la actuación de los llamados operadores jurídicos: en Minority Report (Steven Spielberg, 2002), aunque la clave no es el avance de la tecnología a mediados del siglo XXI sino las excepcionales dotes de un grupo de videntes, son las soluciones tecnológicas las que permiten transferir las imágenes de futuros crímenes captadas por el trío de precogs a una pantalla virtual en la que se visualizan.
Como La naranja mecánica, esta película introduce la distopía en una suerte de hueco de un sistema formalmente democrático y garantista. La interesante paradoja planteada es que, una vez aceptado el axioma de que los precogs no fallan nunca, los predelincuentes podrán ser detenidos y encerrados antes de cometer su delito. La teoría del delito entendido como acción típica, antijurídica, culpable y punible, se desmorona así en aras de un modelo penal basado en la peligrosidad, aunque ésta sea percibida de forma bastante fiable y castigada en el tramo final del iter criminis, cuando la intención criminal se ha manifestado ya, pero sin que se de diferencia alguna entre el delito en grado de frustración (tentativa, si la intervención policial no se demora demasiado) o de consumación. Se coarta, en fin, la posibilidad de decisión, porque se presuponen sujetos no libres.
El trato que se le ofrece al protagonista parece más que ventajoso, respetuoso con sus derechos: una terapia aversiva hacia la violencia, de tipo conductista, a cambio de la condonación de su pena, con el objetivo de anular la individualidad y sus impulsos.Pero existen otros modos de reducir a escala tecnológica el problema de la culpabilidad, de lograr el viejo sueño positivista de eliminar el prejuicio y la incertidumbre en la actuación de los llamados operadores jurídicos: en Minority Report (Steven Spielberg, 2002), aunque la clave no es el avance de la tecnología a mediados del siglo XXI sino las excepcionales dotes de un grupo de videntes, son las soluciones tecnológicas las que permiten transferir las imágenes de futuros crímenes captadas por el trío de precogs a una pantalla virtual en la que se visualizan.
Como La naranja mecánica, esta película introduce la distopía en una suerte de hueco de un sistema formalmente democrático y garantista. La interesante paradoja planteada es que, una vez aceptado el axioma de que los precogs no fallan nunca, los predelincuentes podrán ser detenidos y encerrados antes de cometer su delito. La teoría del delito entendido como acción típica, antijurídica, culpable y punible, se desmorona así en aras de un modelo penal basado en la peligrosidad, aunque ésta sea percibida de forma bastante fiable y castigada en el tramo final del iter criminis, cuando la intención criminal se ha manifestado ya, pero sin que se de diferencia alguna entre el delito en grado de frustración (tentativa, si la intervención policial no se demora demasiado) o de consumación. Se coarta, en fin, la posibilidad de decisión, porque se presuponen sujetos no libres.
Conclusión.
Detectar estas características totalitarias mediante
el cine –gracias al conflicto cognitivo y los dilemas morales que nos provoca–
ayuda, en buena medida, a evitar las actitudes reduccionistas propias de la
defensa de todo totalitarismo, favoreciendo en el espectador no sólo ejemplos
sino argumentos con los que poder enfrentar el pensamiento único. Lo que
incluye poder ponerse frente a las instituciones con todas las garantías y
amparos estatales.
Recursos
cinematográficos:HormigaZ (Eric Darnell y Tim Johnson, 1998).
Gattaca (Andrew Niccol, 1997).1984 (Michael Radford, 1984).
La ola (Dennis Gansel, 2008).
El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935).
Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966).
La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971).
Minority report (Steven Spielberg, 2002).
The Majestic (Frank Darabont, 2001).
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